Los días más
felices, aquellos que pasamos. Aquellos cuando aún no sabíamos que eran felices
y lo mucho que lo serían. Días felices en los que la felicidad era nueva y
bienvenida, escrita en la música, en la risa y en la marihuana. Días en los que
no sabíamos por qué pasaban las cosas que pasaban, pero sí que el universo
había conspirado y estábamos allí juntas sin casualidad. Era un éxtasis extraño
caminar contigo, hablando de filosofía o de tirarse pedos en la cama. Da igual
lo que se cruzase delante de nuestras pupilas porque veías la cara opuesta de
la luna y surgía un nuevo mundo para mí. Era un aire fresco y un respirar hondo
ser feliz contigo, porque no podía ser de otra manera encontrar la felicidad en
tu voz y en tus historias, en tus ideas y en tus enfados, en tus locuras y en
tus banalidades. Porque las banalidades
eran lo menos trivial en ti, mirar tu mirada era asomarse a una ventana muy brillante
y escuchar la psicodelia. No había mañana en la que no me plantease la vida por
tu culpa, por tu terrible culpa de persona enamorada del terrible mundo que nos
parecía habitar, terrible mundo en el que nos abríamos paso hasta rinconcitos
que pintábamos y dibujábamos y hacíamos nuestros. Esos días y noches felices de
verte bailar sin cordura entre gente indiferente que solo adornaba el cuadro de
tu abrumadora belleza. Luego la comodidad de disfrutarte de todas las maneras,
de resaca, de descanso, de estudio y de nada, no hacía falta nada para
disfrutarte. Y no hacía falta nada más que abrirte mi vida, mi verdadera vida
para que tu también disfrutases de mí. Qué días tan felices en los que se
gritaba a cualquier hora de la mañana y en cualquier lugar del pasillo, en los
que no faltaba una sola risotada absurda por algo absurdo. Qué absurda
felicidad. Qué absurda la vida. Qué triste hablar en pasado.
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