domingo, 5 de agosto de 2012

De noches oscuras y amaneceres enrojecidos, demasiado nublados para mi gusto

Kindersley, Canadá.
Sobre las 5.40 am.
Lugar: la azotea del edificio gris.
Día: desconocido. No merece la pena recordarlo.

Silencio.
La escasa luz del amanecer ilumina levemente la habitación. Pequeñas franjas de un sol anaranjado recorren las ventanas y la madera del suelo. El polvo acumulado por la incesable sucesión de los minutos hace crujir en ocasiones la oscura madera de los muebles y la cerradura oxidada del armario azul que reposa muerto ante la pared.

En el ambiente se respira el intenso humo del cigarrillo medio consumido y una pizca de desesperación y locura en el aire, arrastrándose lentamente y enloqueciendo la situación.
Sobre la mesita está abandonada desde hace ya dos días una taza de café con leche manchada de pintalabios rojo, algo anteriormente muy típico y normal, pero que ahora se ha convertido en algo similar a las flores marchitas de la tumba de algún muerto olvidado por el paso de los años.

Más silencio. Un silencio tan solo interrumpido por el tabaco mientras se consume lentamente y por el insonoro sollozo de un alma rota en dos mitades.
Silencio. Un silencio tan aplastante que oprime la hipnotizante escasa vida de la estancia por momentos.

Y luego está él. Sentado sobre el borde de la cama deshecha, con la cabeza hundida entre sus manos desgastadas por el cansancio, con un punto de nostalgia, dolor y algo de ira reflejada en su mirada perdida en la penumbra de los rincones de la habitación.
Con la mente vagando por la nada. O por los recuerdos de ella.

Ella. Sus intensos ojos marrones, que aunque no tenían nada fuera de lo común, eran únicos. Sus labios siempre pintados de rojo, sus curvas, la comisura derecha de su boca, sus ganas de más, el misterio de su mirada, su deseo apasionado por las cosas, su costumbre de recogerse el pelo detrás de la oreja, su manía de tomar café todas las mañanas mientras miraba desesperadamente por la ventana, sin saber que detrás de esa mirada se escondía mucho más que el simple deseo de saltar desde la repisa.
Ella quería volar, ser libre, intentar encontrar una vida más justa incluso para ella. Estaba cansada de su pelo rizado, de intentar arreglarlo empuñando unas tijeras, cansada del Malboro de los domingos, de su risa y del café de las mañanas. De él.
Ella no quería nada de eso, pero se lo guardaba en lo más profundo de su peculiar mente, hasta que por fin aquel día escribió una nota rápida sobre la encimara de la cocina y decidió salir fuera de la ventana y dar dos pequeños pasos más para buscar aquello que no sabía si encontraría.

Y ahí está él. Con las lágrimas negándose a asomarse ante sus pupilas, con la imagen de sus ojos no marrones, si no verdes cuando la vio estrellada contra el suelo, y con un papel en el que pone "A tí te quiero, a mí no. H" entre sus manos temblorosas, y tan arrugado que está a punto de desaparecer.

Como ella.