domingo, 13 de septiembre de 2015

El verdadero cerezo es un castaño.

Sin ánimo de belleza. No suelo escribir de seguido.

Bien, este es el típico lugar idílico situado en una idílica pradera tras una idílica colina en las afueras de una idílica ciudad pequeñita que ya no tiene mucho que ofrecer.
La historia podría ser tópica, propia de un relato dramático, o romántico. Incluso ficticio. Podrá ser lo que cada persona que lo lea represente en su pensamiento, pero sé que, para mí, será lo menos tópica que nada será jamás.

Comenzaba septiembre, tras un agotador verano de altibajos emocionales y residenciales. Yo tenía 6 años. Es curioso porque normalmente las personas recuerdan muy pocos sucesos de la infancia. En realidad, no tengo ni la menos idea de hasta qué edad abarca ese periodo al que llamamos infancia, a mí me parece que aún la encuentro en mi tazón de cereales o en las ventanas del autobús. Pero así es la gente adulta, todo es una normalización y una etiqueta.
El caso es que, sin desviarme más del tema, personalmente tengo muchos recuerdos vívidos de mis años inexpertos como ser humano, o lo que se espera de él. Y en concreto este no se me olvida. Es una verdadera lástima que los traumas infantiles sean los que nos hacen ser las personas que somos en todo momento. Y con traumas infantiles no me refiero a episodios perturbadores de la niñez, eso que quede claro, el concepto en realidad es mucho más amplio, quiero aludir más bien a todos aquellos segundos en los que algo se quedó pegado en la parte de dentro de nuestras pupilas, una chincheta en el cerebro que permanece hasta que desechamos el envase, una pequeña piedrecita de arena que no sale de nuestros zapatos.

El mío no fue bonito en su momento. Como de costumbre, me disponía a salir de casa después de darle un beso de despedida a mamá. "Voy con her, mamá, volveré luego". "Vale, ten cuidado al cruzar la calle".
Subí la cuesta de casa corriendo porque quería llegar a la pradera cuanto antes para ir a buscar a mi hermano, pero como siempre, una vez arriba, aminoré la marcha por el cansancio de unos metros de subida. Distraída como siempre recogiendo todo tipo de ramas y espigas que encontraba interesantes por el camino, atravesé la colina que daba a una pradera vallada en la que había algún que otro castaño donde solíamos ir a pasar las tardes con la bicicleta, la merienda, o cualquier otro entretenimiento cuando a mi hermano le apetecía salir a jugar conmigo. Era un lugar ideal ya que al casi no pasar gente, no había molestias de ningún tipo para ninguna parte.

Le localicé enseguida sentado debajo del castaño más robusto, donde solíamos tender la manta para jugar y comer los sandwiches de chope que hacía mamá, sin bordes, claro.
La situación era que el día anterior, mi hermano había pedido permiso para ir a dormir a casa de Sonia, porque celebraban un cumpleaños y harían una barbacoa por la noche y cosas de las que hacen los hermanos mayores con sus amigos. No le había visto en 24 horas y eso ya para mí era mucho, sobre todo porque había tenido que jugar sola en casa, al prado no me dejaban ir si no me acompañaba él.
Me apresuré a acercarme a la sombra del árbol y a arrodillarme junto a él, casi gritando de emoción antes de llegar a su altura para contarle cosas con el énfasis de no haberle visto desde la mañana anterior.

- Cara plátanoooo, por fin te encuentro, pensé que estarías en casa de Sonia pero...

Fue imposible articular el resto, pues al llegar a su lado me encontré con la figura de mi hermano apoyada a duras penas en el tronco del castaño, con los brazos cubiertos de sangre, y su cabeza reclinada sobre sus hombros.
Sería absurdo describir la sensación que se me formó en el estómago, la garganta, el pecho... no sé ni dónde, pero sentía que me faltaban la respiración y las lágrimas. Solo podía dirigir mi atención a toda la sangre que se extendía ante mis ojos, fluyendo de los cortes de sus muñecas.
Caí sobre mis rodillas y acerqué temblorosa mis manos hacia su torso.

- Hermanito... -balbuceé sin saber qué otra cosa decir.

Posando una de mis manos sobre su mejilla, alzó consternadamente su mirada hacia la mía, pero la encontré tan vacía que me fue imposible no liberar la tensión que retenía mi angustia y romper a llorar.

-Qué ha pasado... Qué... - pronunciaba incoherentemente.
-Sarita... -sus ojos apagados parecían mirar a través de mí-. No te preocupes, yo... no puedo. Lo siento...

Cuanto más me daba cuenta de lo que pasaba más grande se hacía mi confusión, mi incertidumbre y mi desesperación. No entendía nada y a la vez lo entendía todo.

-¡¿Qué estás diciendo!? ¿Por qué haces eso? ¿Vas a dejarme sola? -grité entre sollozos comportándome como una autentica niña pequeña-. ¡Te odio!

Mi hermano soltó un pequeño suspiro mientras volvía a dejar caer su cabeza hacia abajo.
Yo ya no podía hacer nada más que llorar desconsoladamente al lado del cuerpo de mi hermano que poco a poco se iba apagando, sin saber qué hacer. Al cabo de lo que posiblemente fuesen unos segundos que a mi se me hicieron eternos, opté por abrazarme a él y apretar todo lo fuerte que pude, para que no se marchase de mi lado, porque no le odiaba, le quería más que a nada y no quería que me dejase sola. Así que me agarré a él con todas mis ganas, llorando con los ojos cerrados.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero cuando se me agotaron las lágrimas, sus brazos ya no goteaban, su mirada ya no estaba en sus ojos, no respondía a su nombre en mis susurros.

Si ya me pareció desbordante el sentimiento de verle con los antebrazos rasgados sin si quiera haberme dicho nada, el vacío que vino después fue abismal. No sentía si quiera dolor por lo ocurrido, solo un inmenso agujero entre las costillas. Mi hermano había perdido la vida y se había llevado la mía consigo. Él perdió la suya y yo perdí la de los dos.

Es curioso lo detallado que tengo en mi cabeza aquel atardecer y lo confuso que encuentro las horas siguientes, cuando salí corriendo y empecé a callejear por barrios por los que no había estado antes, hasta encontrar un pequeño paso a nivel en el que me hice un ovillo y pasé seguramente la noche entera, con la cabeza en blanco y el corazón también, sin pensar, sin sentir, sin saber, sin entender.

Pero lo más extraordinario de todo, mucho más, es los ojos con los que lo vi en ese momento, y como lo veo ahora, ahora que te tengo a mi lado, aunque no pueda tocarte, ir a verte a una casa que nunca tendrás, hablar contigo de cosas que nunca hiciste... Besarte, abrazarte, llamarte...
Pero al menos estás.

1 comentario:

  1. Es precioso. Escribes muy bien.
    Y tienes toda la razón del mundo: los traumas de la infancia nos hacen ser quienes somos, pues nos han acompañado siempre y es posible que por siempre lo hagan.
    Con cariño,
    Diana.
    escapefromreality14.blogspot.com.es

    ResponderEliminar